Como
premisa, yo creo en las bondades de la bicameralidad.
La
obligación de una segunda reflexión y el hecho de que los representantes de
ambas cámaras se elijan por sistemas electorales diferentes hacen que las leyes
y normas, teóricamente, deban de superar necesariamente negociaciones y
consensos mucho más amplios que en el caso de una sola cámara. Además, la
existencia de dos cámaras sirve de mecanismo de "auto-control" entre
ambas, lo que puede evitar la concentración y el abuso de poder.
Es
cierto que es más costoso económicamente y más lento que el sistema unicameral,
pero, en mi opinión, garantiza una mayor calidad y equilibrio, no solo de los
procesos legislativos y de control al poder ejecutivo, sino de todo el sistema
de poderes de un país.
En
España, el sistema puede estar bien diseñado, pero no funciona adecuadamente.
El
Senado (analizado aisladamente) cumple con suficiencia su función de Cámara de
Segunda Lectura y de reflexión, así como su función de control al ejecutivo y,
además, con mucha más tranquilidad, por la nula presión de los medios de
comunicación sobre la cámara.
Además,
desde el punto de vista de la reflexión, personalmente valoro muy positivamente
la capacidad del Senado de plantear y desarrollar Ponencias de Estudio, de las
que resultan propuestas muy interesantes, normalmente con un alto nivel de
consenso, fruto del estudio de las opiniones de expertos sectoriales.
Siendo
todo esto así: ¿cuál es el problema?
El
problema es que los sucesivos Gobiernos y las mayorias que los sustentaban han
ido laminando las posibilidades del Senado a base de obviar las decisiones
tomadas en él. Al final del proceso, en casos de discrepancia, las decisiones
del Congreso prevalecen siempre sobre las del Senado, por lo que lo decidido en
él prácticamente no tiene valor.
La
falta de tradición democrática, lleva a los Gobiernos a evitar tener que buscar
dos veces el consenso necesario para sacar leyes y normas.
Esta
diferencia en las mayorías de las cámaras, que es aceptada con naturalidad en
países de larga tradición democrática como los Estados Unidos o Francia, no ha
sido aceptada por los dos grandes partidos de gobierno españoles y, al final,
el trámite del Senado no deja de ser meramente testimonial.
Por
lo tanto, no es que el sistema no sea bueno. Lo que ocurre es que la
bicameralidad bien entendida es incómoda para los partidos gobernantes.
Si
se quiere recuperar la credibilidad, no solo del Senado, sino de todo el
sistema en su conjunto, hay que conseguir dar valor a las decisiones que en él
se toman.
En
el plano territorial, el problema es que los partidos de índole estatal no
tienen interiorizada y aceptada la realidad plurinacional del Estado en su ADN
político, como algo beneficioso para el país.
El
desarrollo del sistema de autonomías en España no obedeció a una necesidad o
reivindicación de las diferentes regiones españolas, sino a un afán de
"dilución" de las realidades nacionales vasca y catalana,
principalmente.
El
Senado es, en consecuencia, un reflejo de esta situación.
Es
imposible crear Grupos Territoriales con miembros de distintas sensibilidades
políticas, porque priman las posturas partidarias sobre la defensa de los
intereses de una Comunidad.
Paradójicamente,
ni las normas referentes al propio sistema autonómico (estatutos de autonomía y
su renovación, etc.) son discutidas en primera instancia en la denominada
Cámara Territorial.
Por
lo tanto, el problema no es el diseño del sistema bicameral español, sino su
desarrollo o, mejor dicho, su falta de desarrollo, cuando no su clara
involución.
No
se trata de cambiar los Reglamentos del Senado, sino de adecuar las Cortes
Generales a un sistema bicameral real y efectivo, ya consagrado en la propia
Constitución española.
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