jueves, 14 de abril de 2016

Aforamientos NO. Justicia justa SI.

Estas últimas semanas hemos discutido en el Senado dos iniciativas puramente propagandísticas sobre los aforamientos de diputados y senadores
Una del PSOE y otra del PP.
Parece lógico, por otra parte, que estas iniciativas las propusieran los dos partidos políticos españoles que más "derecho creativo" han practicado con esta figura legal, hasta deformarla e inutilizarla por el uso perverso que se ha hecho de ella.
Me da la impresión de que en este tema la ciudadanía en general ha sido objeto de una enorme manipulación, hasta conseguir que la palabra "aforamiento" signifique que los políticos pueden acogerse a unos “privilegios” que suponen que los ladrones públicos acaben yéndose de rositas sin que pase nada.
Se ha conseguido igualar “aforamiento=impunidad”, cuando no debería de ser así.
Los parlamentarios de las Cortes Generales (diputados y senadores) tenemos unas condiciones especiales ante la ley, recogidas en la Constitución, que podríamos llamar "prerrogativas parlamentarias". Básicamente y de forma resumida:
> la INVIOLABILIDAD, que es la garantía de irresponsabilidad jurídica por las opiniones manifestadas por los parlamentarios en el ejercicio de sus funciones.
> la INMUNIDAD, como un arma de defensa ante arrestos, retenciones, imputaciones o cualquier otra circunstancia que pudiera impedir que un parlamentario ejerza sus funciones o modificar los equilibrios políticos en los parlamentos.
> el SUPLICATORIO, que es la necesidad de autorización de sus pares para que un parlamentario pueda ser detenido, inculpado o procesado.
> y el AFORAMIENTO, que es la figura según la cual diputados y senadores solo pueden ser juzgados por el Tribunal Supremo.
¿Por qué existen estas prerrogativas?
La Constitución del 78 se redactó teniendo en cuenta la situación política en aquellos años y sin perder de vista la experiencia histórica de España, donde siempre había imperado el “irrespeto” de la monarquía y los poderes facticos a los derechos y garantías judiciales del pueblo y de los representantes de la soberanía popular.
Ahora los políticos españoles no se cansan de decir que la situación es muy diferente y, en parte, tienen razón, pero…
¿El riesgo de injerencia de los poderes fácticos o políticos en la justicia se ha eliminado?
¿Es la justicia española realmente independiente?
¿El estado de derecho en España es suficientemente robusto como para eliminar las protecciones a los parlamentarios?
Estas son las preguntas que necesitan respuestas claras y sin matices.
Uno de los argumentos que se utilizan contra los aforamientos es, precisamente, que los nombramientos de los jueces del Tribunal Supremo y sus carreras profesionales dependen del Consejo General del Poder Judicial y que los miembros del Consejo los eligen el Congreso y el Senado.
Incluso, el presidente del CGPJ lo es también del Tribunal Supremo.
Por otro lado, si analizamos al Tribunal Constitucional, que en teoría es el garante de que se respeten los derechos constitucionales y las libertades de todos los ciudadanos (incluyendo a los parlamentarios), la situación es similar, porque los jueces de este altísimo tribunal se eligen directamente por las Cortes Generales, el Gobierno y el antedicho CGPJ, tras un pasteleo político evidente y hasta soez.
O sea que, unos tribunales elegidos por los parlamentarios son los encargados de juzgar a los parlamentarios.
¿Y qué pasa con la fiscalía?
El Ministerio Fiscal se define como un órgano único y jerarquizado, lo que significa que el jefe manda y el resto obedece.
El problema es que al Fiscal General del Estado lo nombra (y por lo tanto lo cesa, si es necesario) el Gobierno de turno.
Evidentemente, el Gobierno del Estado podría influir (e influye) de manera muy importante en las decisiones y las actitudes del Ministerio Fiscal.
En Euskadi no tenemos que ir muy lejos para corroborar esta injerencia sistémica en la justicia.
Solo tenemos que acordarnos del proceso contra el Presidente del Parlamento Vasco, Juan Mª Atutxa y sus compañeros de la Mesa, a raíz de la ilegalización de Batasuna en 2003.
Todo un presidente de un parlamento elegido democráticamente, juzgado por hacer su trabajo.
Juzgado e inhabilitado por intentar garantizar la integridad de quienes fueron legítimamente elegidos como representantes de la soberanía popular.
O más recientemente, analizar el caso Noos con el baile entre la doctrina Botin y la doctrina Atutxa; la conversión del fiscal en cualificado abogado defensor de Cristina de Borbon o la intervención de la abogacía del Estado catalogando lo de “hacienda somos todos” como una simple coletilla publicitaria sin mayor valor.
Todo esto es muy preocupante, por dos razones.
Primero, porque este “truco” se podría utilizar para beneficiar a los políticos y partidos corruptos que son los mismos que han elegido al tribunal.
Pero también porque este poder se podría utilizar en sentido contrario y servir para dificultar que el adversario político pueda ejercer sus funciones en libertad o incluso eliminarlo del panorama político.
Podría servir para proteger a los “suyos”, pero también para machacar a los “contrincantes”.
Visto lo visto, parece que, desgraciadamente, la democracia española no está suficientemente madura y desarrollada para poder prescindir de las prerrogativas parlamentarias instauradas en la Constitución del 78, aunque ahora sea por razones distintas.
Por otro lado, a la ciudadanía en general le da lo mismo cuál sea el juez encargado de juzgar al “chorizo”.
Lo que si exige es que el juicio sea justo y que “quien lo haga, que lo pague”…y devuelva el dinero.
Es más: incluso deberíamos de insistir en que sean precisamente los tribunales más preparados, con más medios y experiencia quienes juzguen estos delitos de “cuello blanco”, que normalmente se ocultan en tramas muy difíciles de desentrañar.
Llámese a esto aforamiento o como queramos.
Podemos invocar el principio de igualdad ante la ley, pidiendo que todos los delitos sean juzgados por el juez natural u ordinario predeterminado.
Esto podría considerarse más igualitario, pero tengo dudas de que sea más efectivo.
Es como si todos los problemas de salud los tuviera que solucionar el médico de cabecera del ambulatorio más cercano.
Una especie de Dr. Welby de la judicatura, que lo mismo pudiera hacer intervenciones de microcirugía neurológica que atender un parto de nalgas o quitar los tapones de los oídos.
La atención al ciudadano y la calidad en las decisiones están siempre estrechamente ligadas a la especialización, la experiencia y la disposición de medios humanos y materiales de quienes tienen que tomarlas.
En la medicina y también en la judicatura.
Tal vez, el aforamiento no se debería de considerar un privilegio, sino una garantía de que quienes tienen que instruir las causas y juzgar los delitos contra la “res publica” o la “commonwealth” (“riqueza común”) tengan, por lo menos, tantas capacidades técnicas, materiales y humanas  como quienes los cometen.
Por otro lado, desgraciadamente, una de las conclusiones a la que podríamos llegar es que, precisamente centrándolo todo en la campaña de eliminación de la figura del aforamiento, lo que se busca es que no se hable  ni de la inviolabilidad, la impunidad o los suplicatorios para los parlamentarios. Algo sobre lo que también podríamos discutir largo y tendido.
O, lo que es peor, que se intente despistar al personal haciéndonos creer que eliminando el aforamiento “la Justicia va a ser justa” y los gestores políticos no van a robar más. Algo evidentemente falso.
El problema no está en las leyes, que, sin duda, hay que modificar constantemente para adaptarlas a las necesidades reales de la sociedad en cada momento.
El problema está en el mal uso de las normas y en hacer trampas a la hora de aplicarlas.
Hagamos una reflexión seria, sosegada, realista y técnicamente solvente sobre las prerrogativas parlamentarias y, si llegamos a la conclusión de que ya no son necesarias o se han convertido más en un problema que en una solución, eliminémoslas. Simplemente. Si no son efectivas ni necesarias, se modifican o borran del ordenamiento jurídico y listo.
Y una vez sentados los nuevos códigos, busquemos el compromiso de toda la sociedad y, por supuesto, de todos los partidos y los servidores públicos, para respetar y hacer respetar la ley, no desde el temor al castigo, sino desde el convencimiento de la importancia vital del respeto a lo que es de todos, para conseguir una buena convivencia .
Pero no utilicemos este subterfugio del “aforamiento” para marear la perdiz, confundir a la ciudadanía y no afrontar el verdadero problema: que los poderes legislativo y ejecutivo sigan metiendo mano e influyendo en el poder judicial, que, al final, debería de ser el único garante de los derechos de todos, incluidos los parlamentarios.
Cuanta mayor fortaleza del estado de derecho, menos necesidad de protecciones especiales para nadie.

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