Brillarán en los márgenes de los televisores, en los
perfiles de Facebook e incluso algunos los colgarán en balcones.
Hoy es el Día Mundial de la Lucha contra el SIDA, y esos
lazos se crearon como un símbolo visible para mostrar solidaridad con las
personas afectadas por el VIH, las fallecidas por la enfermedad y sus
allegados.
Se creó en 1991, año en el que, entre otros miles y miles de
afectados, murió el cantante Freddie Mercury.
Dicho sea de paso, fue uno de los primeros lazos solidarios,
de entre los muchos que luego han proliferado.
Fueron años de “hierro” para generaciones enteras, como la
mía, que, en aquellos años 70 y 80, vimos como muchos de nuestros amigos y
amigas, compañeros de colegio e incluso familiares se metían en el submundo de
las drogas “duras” y acababan muriendo por sobre-dosis o por los estragos de
una enfermedad tan brutal, cruel y desoladora como el SIDA.
Un recuerdo para todos ellos y ellas.
Eran años de desconocimiento y, como consecuencia, de miedo a
una enfermedad para cuyo freno no se conocía solución.
Por ese motivo, aunque muchos ocultaban su mal, hubo otros
muchos valientes que lo hicieron público, para intentar concienciar a la
población de un riesgo para la salud, que no entendía de razas, países, sexos u
orientaciones sexuales.
Una enfermedad que parecía ser la “puerta del averno”, que
daba entrada a un inframundo de sufrimiento y muerte.
Por eso, incluso hubo quienes aprovecharon para afirmar, en
el colmo de la desvergüenza, que esta plaga era consecuencia de una degradante
relajación moral o de una ausencia de rectitud religiosa. ¡Majaderías!
Cantantes, actores, deportistas y otros muchos rostros
conocidos nos concienciaron de que la enfermedad nos podía afectar a
cualquiera, lo que contribuyó a ralentizar la expansión de los infectados por
el VIH.
Por supuesto, los avances médicos han sido claves en este
objetivo, gracias a los esfuerzos impagables de muchos y muchos investigadores
y clínicos.
Hoy en día se ha logrado que este mal mortal se haya
convertido en una enfermedad grave, pero crónica, siempre que se respeten las
pautas de tratamiento.
Algo que, desgraciadamente, no ha llegado a todos los países
del mundo y que debería de ser la gran asignatura pendiente para todos
nosotros.
Afortunadamente, la situación ha mejorado, pero seguimos
teniendo una nefasta tendencia a caer en la relajación y, como consecuencia, en
la falta de prevención.
Según datos de Osakidetza, en Euskadi cada año se detectan
alrededor de 150 casos nuevos, tres por semana.
En concreto, el 2014 fueron 152 los diagnósticos frente a
los 143 de 2013.
Es verdad que entre 2009 y 2014 el número de casos descendió
un 26%, al tiempo que la tendencia en el número de nuevas infecciones es
ligeramente descendente.
Pero el VIH permanece latente y agazapado, esperando una
nueva oportunidad para devastar alguna otra generación de vascos y vascas.
Preocupan mucho fenómenos como el aumento en un 33% en la
última década de la transmisión del virus entre personas homosexuales que no
usan preservativo.
O que haya jóvenes menores de 29 años que contraen el VIH,
quizás porque no han conocido el auténtico terror al SIDA.
O el reto que supone detectar precozmente y tratar esta
enfermedad en los inmigrantes ilegales (incluso en recién nacidos infectados
por transmisión vertical madre-hijo) que acceden a la península y tienen
dificultades para acceder a los servicios sanitarios.
Hoy veremos a muchas personas lucir lazos rojos en las
solapas. Como desde hace dos décadas, estos deben de servir como muestra de
nuestra solidaridad con las personas afectadas por el VIH.
Pero no estaría de más que también los viéramos como un
recordatorio de que, aunque parezca que el mal es algo del pasado y sus
consecuencias ya no son tan devastadoras,
el riesgo de contagio no ha desaparecido y el SIDA sigue agazapado,
esperando que bajemos la guardia, para aprovechar la oportunidad de seguir
generando sufrimiento y muerte.
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